La culpa es de Adrián Guacarán

Estuve tan ocupado escribiendo la crítica, que nunca pude sentarme a leer el libro
Groucho Marx

Sí, es un fracaso rotundo. La Venezuela de hoy es un conglomerado lamentable de desaguisados. La institucionalidad está liquidada. Y no sólo institucionalidad en términos de gobierno, administración pública o estructura democrática, sino todo lo que debe organizarse en torno a un orden y a una normativa elemental para poder engranar el funcionamiento mínimo de una sociedad medianamente decente. El país está arrasado. Las causas son mucho más complejas que un gobierno lacerante, incompetente y corrupto (cosa por lo demás, gravísima e intolerable). Todos los niveles sociales están estragados por el cataclismo moral. Todos los actores políticos han sido responsables, por acción, por omisión, por inoperancia o por incomprensión. Pero todos los actores sociales también son responsables. El gobierno siempre será reflejo de la gente. Si un gobierno es nefasto, la gente lo sustituye. Pero cuando un gobierno se incrusta en el poder y socava la institucionalidad durante décadas, la gente se hace cómplice. Pescar en río revuelto, salvar el pellejo, darle palazos a la piñata, raspar la olla o meter la mano en el guiso son expresiones coloquiales que nos abruman por su elocuencia aplastante. Lo que César Miguel Rondón hace es un mínimo acto de contrición que es, además, una invitación abierta a pensar un poco mejor dónde, cuándo y cómo empezó el descalabro. La Historia siempre puede afinar el espejo retrovisor y hacer que se pierda la visión en las nebulosas: algunos dirán que todo empezó mal una calurosa tarde de agosto de 1498, en las costas de Paria. Otros dirán que muchísimo antes, cuando un grupo de aborígenes pudo cruzar el puente helado del estrecho de Bering o cuando los indígenas caribes emigraron desde el río Paraguay hasta las costas del mar que lleva su nombre. Otros hablarán de nuestra vida republicana y nuestro abrumador y violento siglo XIX. Otros dirán que culpa de Castro (Cipriano), de Gómez o de Pérez Jiménez. O la locura de Diógenes Escalante. O el golpe de 1945. O el asesinato de Delgado Chalbaud. O el fracaso del Falke. O el porteñazo. Y así, sucesivamente. Una historia compleja y abordada siempre desde el dogmatismo bolivariano creado por Guzmán Blanco. Esas palabras de Cabrujas son las que más eco retumban en mí sobre Bolívar: “Tenía un concepto de sí mismo tan apabullante, tan carente de paisaje; él se creía el centro del mundo y no veía esto sino como decorado, no le importaba la realidad, por eso llegó a tanto”. Y si nos obsesiona esa figura paterna a la que la realidad no le importa y el paisaje es él mismo, pues apaga y vamonós (sic).

Los años ochenta fueron terriblemente dolorosos. Mucho más de lo que suele admitirse. No sólo las luchas de reivindicación social fueron silenciadas o reprimidas. La puerta de la UCV en Plaza Venezuela era un foco simbólico de lo que venía anunciándose. Por qué no decirlo sin tapujos, la cuarta fue tan nefasta como la quinta. O mejor aún, ambas forman parte de un proceso mucho más amplio y complejo de degeneración moral y descomposición social que encuentra en el gobierno de hoy la imagen más elocuente de lo que somos: un fracaso. Lo que queda es pedir perdón, para empezar a recomponer. Esos optimismos fingidos y sobreactuados calzan mal al intento honesto de recomposición. Para quien siga intentando defender con argumentos serios la postura de la querencia patria como consigna tiene que empezar por admitir que en Venezuela mueren 25 mil personas por armas de fuego al año, un porcentaje alto de la población está dedicado al bachaqueo, matraqueo, contrabando, extorsión, tráfico de influencias, atajos lucrativos y toda variedad y gama de ilícitos. La institucionalidad está socavada a todo nivel, público y privado. Los ricos son más ricos y los pobres más pobres. Los militares viven su orgía perpetua entre whisky y aduana. La inflación no puede ya ni medirse y se perdió el respeto a la cultura y a la mística del trabajo. Quien quiere recomponer tiene que empezar por admitir los problemas. Alguien en estos días me decía que Medellín logró bajar sus índices de violencia e inseguridad de los años 80 y hoy en día es una de las ciudades más seguras y prósperas de Colombia. Algo similar sucedió con la Nueva York de los años 70. Hay que desmitificar la idea de que es imposible arreglar el país. Sí puede hacerse: hace falta eficacia, acciones competentes, voluntad política, revisión profunda de nuestro pasado pero, sobre todo, admitir los problemas de forma abierta y oficial. Y asumir la responsabilidad colectiva. De lo contrario, caeremos en la retórica abstracta de creer que el país es lo que vive uno solo y si uno está bien entonces todo está bien. Por ese camino, habrá quien invente la teoría de que la debacle empezó con el timbre agudo de Adrián Guacarán cantando “El peregrino” en Montalbán en 1985.

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