Bakunin en Caracas

Bakunin
Bakunin

«Tratándose de dinero,

todos somos de la misma religión»

Voltaire

 

Cuando fui al colegio (de cuyo nombre no quiero acordarme) a realizar una suplencia como profesor de Historia, supe que sería una vivencia muy provechosa para mis proyectos novelísticos. Ahora me doy cuenta de que ocurrió lo contrario: esa experiencia fue una de las que me arrebataron el gusto por la ficción y lo sustituyeron por la fascinación por la crónica. Y cuando digo “crónica” debo hacer énfasis en la crónica de acontecimientos verdaderos, porque ahora hay una serie de géneros híbridos que mezclan crónica y ficción, y que me resultan repugnantes y deshonestos.

Al entrar en ese colegio por primera vez, tuve una reunión de media hora con el padre Margallo. Todo lo que allí me fue notificado era predecible: mantener el orden, asociar los valores del colegio con los contenidos enseñados, tocar con pinzas ciertos procesos históricos y, sobre todo, no hablar de política actual. De hecho, el padre Margallo llegó a decir textualmente: “ni se le ocurra hablar aquí de Chávez, ni bien ni mal, simplemente haga que no existe”. Para mí todas esas advertencias eran predecibles un poco por instinto, y más que todo, porque Guillermo me lo había advertido. Guillermo se había ido a Bogotá un mes. Su esposa Francesca  iba a dar a luz a un niño que se llamaría también Guillermo, y él iba a hacer uso de su permiso de paternidad completo y se tomaría dos semanas más. Cuando en marzo de 2012 me llamó para pedirme que lo supliera, usó un tono jocoso: “me vas a odiar por pedirte esto, pero necesito que hagas una suplencia en el colegio”. Antes de que yo dijese nada, se adelantó: “te garantizo que encontrarás material para tu novela”. Guillermo comprendía perfectamente mis aversiones. Pero al mismo tiempo, sabía cómo hacer para darle la vuelta al asunto y planteármelo como experiencia novedosa y estimulante. Tuvo mucha más razón de la que él mismo imaginó.

Guillermo me había pedido que adelantase tres temas: la Revolución Francesa, la Revolución Industrial y la Primera Guerra Mundial. “¿En un mes? ¿estás loco? Necesito años para desarrollar esos temas”. Guillermo se mantuvo callado unos segundos al teléfono y luego respondió: “Por favor Juan, es un colegio, relájate”. Un poco atolondrado me di cuenta que ya había aceptado la propuesta. Mientras pensaba en Robespierre y en hacer una presentación en Prezi de las guillotinadas, Guillermo siguió sordamente comentándome detalles, horario, salario y algunos tips. No atendí a nada de eso, salvo a los últimos consejos: “recuerda que son Legionarios, por favor mantén la compostura”. Tomé esto último como un chiste y me reí profusamente. Pero luego dudé, porque Guillermo se mantuvo en silencio. La conversación se cerró con frases de afecto por su próxima paternidad: “lo importante es que llegue sano y que no se parezca al padre y blah blah blah”. Colgué y busqué entre mis libros a ver qué tenía sobre la Revolución de 1789. Sólo conseguí dos tomos a la mano: el libro de Furet “La revolución a debate” y la “Historia de la revolución francesa” de Kropotkin. A Guillermo no le gustará que use este último para esas clases -pensé, y justamente por eso empecé a leerlo. Lo abrí al azar en una página que comenzaba con el siguiente párrafo: “la comprensión que Bakunin tuvo de la Revolución Francesa estuvo referida siempre al terror posterior, a la organización sistemática del miedo como mecanismo de control absoluto, y era eso lo que más detestaba, la forma organizada de control que surgía del caos, por eso entendió que el anarquismo tenía que surgir a la inversa, de forma ordenada para poder instaurarse sin que se perciba su hedor autoritario que luego deberá diluirse”. La frase me sugirió un par de ideas para la primera clase: debía empezar por explicar qué es el “terror” en el ámbito político y qué se entiende hoy por “terrorismo”. Un término tan manoseado que han tratado de encasillarlo, pero que tiene connotaciones más amplias y diversas. Como Hegel, no puedo concebir la idea de la Revolución Francesa sin la idea del terror que sobrevino a continuación, que unos justifican como “necesario”, y otros rechazan como ideológicamente inherente a cualquier revolución violenta. El hecho es que preparé la clase.

Robespierre
Robespierre

Llegado el día, entré al aula del Quinto año de bachillerato sección “A” y lo que encontré era perfectamente predecible. Un salón de 34 alumnos varones que trataban de manifestarme de todas las formas posibles que no les interesaba ni quién era yo ni qué venía a decirles. Me presenté, casi sin ser oído, y empecé mi clase sobre la Francia de 1789. La atención fue escasa, pero a medida que fui hablando, noté que iba en aumento el interés. Hasta que empecé la presentación de imágenes, cuidadosamente escogidas sobre ciertas prácticas de Robespierre para eliminar “necesariamente” lo que supuestamente “sobraba”. Siempre he tenido una clara noción del tiempo, y por lo general, puedo saber (sin ver el reloj) cuándo está cercano el final de la clase. Para cerrar, les leí tres frases. Una de Voltaire: “No comparto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Otra de un personaje de Dostoievski: “Yo creo en Dios, pero Él no cree en mí” y cerré con una de Bakunin: “Ejercer el poder corrompe, someterse al poder degrada”. Sonó el timbre, y salieron todos. Ese día no tenía más clases y me fui a mi casa.

A la Revolución Francesa le dediqué cuatro sesiones. Al final de la última, les pedí a los estudiantes que escribieran un breve ensayo en el que trataran de explicar, de forma sumaria, descriptiva y llana, qué habían entendido sobre lo que era la Revolución Francesa. Con desgano y en algunos casos marcada iracundia, empezaron la actividad que duró unos 45 minutos. Cuando sonó el timbre, cada quien entregó su ensayo y salieron. En casa empecé a revisar esos textos, algunos chatos, otros nefastos y casi todos incompletos, hasta que di con uno diferente. El estudiante en cuestión llevaba el nombre de Pedro Barrios. Su ensayo era impecable. Pensé que yo mismo no habría podido sintetizar con esa claridad y esa amenidad una tarea tan absurda como la que había exigido. Este muchacho, Pedro, había escrito, con una prosa cuidada, sin errores ortográficos y una caligrafía modelo, una opinión consistente y certera sobre lo que era la Revolución Francesa para él y lo que consideraba sus consecuencias. Naturalmente, le puse 20 puntos y le escribí una felicitación bastante entusiasta. Cuando llegué a clases la semana siguiente, dediqué una hora a comentar las correcciones que yo consideraba pertinentes. Todos me miraban con indiferencia u odio. Empecé a sentir que mis clases no calaban y que el caso del tal Pedro Barrios era el típico de un estudiante brillante, curioso, con capacidad de asimilación y que sabía cómo complacer la opinión de cualquier profesor. Pero yo mismo sabía que esa no era la idea de mi misión, de mi oficio, por así decir. Quedando todavía quince minutos de clases, sentí hastío y decidí entregar los ensayos corregidos para que se fueran y se terminara el día. Pedro resultó ser un rubio de ojos claros que era de los que más hostilidad gestual había manifestado. De hecho, quedé sorprendido. Nunca hubiera acertado si me hubiese puesto a adivinar.

Mientras todos salían, Pedro se acercó y me preguntó: “¿Tú qué haces aquí?¿crees que puedes estar dando esas clases aquí?” Un poco desconcertado y molesto por el tono y el contenido de ambas preguntas, le dije de mala forma que no entendía qué quería decirme. “Este no es lugar para ti. Además, mis compañeros te desprecian de una forma que ni podrías imaginar”. Al decir eso, me senté en el escritorio y le dije que llevaba más de quince años dando clases en Venezuela y que sabía perfectamente lo que era sentir el desprecio de los demás desde todo punto de vista. Le expliqué que no había nada más degradado que un docente en este país y que para mí ese era el reto: dedicarme a un oficio que siendo indispensable, no era rentable, no obtenía dividendos y que además era profundamente menospreciado por una sociedad como esta. Claro, era un menosprecio sutil, velado, más bien manifestado a través del salario, de los saludos condescendientes, del desinterés absoluto por los contenidos. Pero yo me consideraba un historiador serio y estaba dedicado a una obra seria, que algún día significaría un aporte serio a la historiografía nacional, aunque tardara siglos en ser apreciada. Pedro soltó una carcajada y añadió: “hasta su orgullo y su forma cool de ser y de expresarse reafirman el patetismo”. Empecé a sentirme humillado por este muchacho que hablaba con un tono irrespetuoso pero que dejaba notar a la vez cierta madurez, que para mí era inexplicable. Le pedí que terminara de decirme lo que quería decirme y se largara (sic).

Caracas
Caracas

Entonces empezó un discurso que trato de resumir de forma incompleta e imprecisa, por supuesto, pero no tengo otra opción. Aprovechó esos quince minutos adicionales de receso para decirlo con un tono seguro y como si ya estuviese muy pensado: “Te pregunté qué hacías aquí porque desde que apareciste en el salón vi que no era tu lugar. Es decir, este no es sitio para ti. Pero no por ti, sino por la Institución. Aquí no se trata sino de entrar en el carrusel y cumplir la función. Lo que yo llamo carrusel es el eterno papel cíclico que debe cumplir cualquier joven como yo. Es decir, asimilar los convencionalismos, relacionarme con los de mi clase, ser formado en la estructura molde de la religión y la supuesta moral cristiana, pero luego hacer en la práctica otra cosa: dinero. Se trata sólo de dinero, Juan. Y dinero significa poder, posición, status quo, estabilidad, proyección, respeto y, para qué negarlo, una cierta felicidad. Digo cierta felicidad porque para esta gente realmente representa eso. Además, estamos en un extremo. No creo que necesites detalles sobre la congregación religiosa de este colegio, ni siquiera te voy a hablar mal ni bien de ella. Sólo quiero enfatizar que es una congregación con unos fines muy claros, y créeme, no pasa por ningún interés religioso. O, en realidad, sí, se trata de religión. Es decir, de mantener ciertos ámbitos inexplicables en manos de “lo religioso” para no tener que pensar ni hacer pensar mucho a otros, y sobre todo, para no apartarnos del objetivo. No sé si me entiendes. Yo siento que esta burbuja en la que vivimos, o en la que vive cierta clase social caraqueña a la que pertenezco, incluso estos últimos años convulsos de cambios políticos evidentes, esta burbuja –decía-, es necesaria para labrar nuestros proyectos. Por lo tanto, no puedes venir aquí a hablar de Bakunin. Sólo te ha protegido el hecho de que nadie sabe quién carajo es Bakunin y aquí, entre los Legionarios, muchísimo menos. Sólo puedo decirte que tus clases son francamente innecesarias y eres digno del menosprecio del que te quejas. ¿qué tratas de hacer? ¿jugar al teacher de la Sociedad de los poetas muertos? Traer a Bakunin a un lugar como este es simplemente una muestra de tu ignorancia: no tienes ni idea de  dónde estás parado. Qué sabes tú de Bakunin. En Venezuela quién va a saber de Bakunin. Y eso te lo digo por nombrar un solo caso de entre todo lo que nos has dicho y explicado. Todo es pintoresco y ojalá, te digo, fuese estimulante. Pero la realidad es otra, Juan. La realidad de nuestro mundo de hoy es más avasallante de lo que Bakunin pudo imaginar nunca. No es una lucha de clases, ni de poderes, porque todo eso ya está definido, por mucho que haya oscilaciones o gente que suba o baje. Fíjate, mi padre es banquero. Deberías saber quién es. Ha multiplicado su fortuna gracias entre otras cosas a este gobierno. Él no lo dice abiertamente pero hasta he sentido que su postura es ambigua y cada vez más lúcida al mismo tiempo. Él deja que mamá vaya a marchas contra el gobierno y proteste, pero en realidad, hasta me he preguntado si no es más conveniente para sus inversiones y finanzas, por así llamarlas, que todo siga ya en esta misma dirección. No sé si me entiendes. He sido criado y educado en el doble rasero de la verdadera inteligencia, la del individuo que no sólo sabe salvar su propio pellejo, sino que sabe disfrutar plenamente de su salvación. Y no se cuestiona nada. Cuestionarse es ya empezar a perder, empezar a perderse uno mismo. No sé si en Japón o en Austria eso de cuestionarse pueda ser algo más útil o loable, pero en Venezuela no trae nada bueno, en el sentido de salvarse. Yo me iré en unos pocos meses a estudiar a Chicago. Es seguro que me dedicaré a las finanzas y también es seguro que me irá bien, Juan. Muchos de mis compañeros serán multimillonarios en unos pocos años, y, vaya cinismo, algunos de ellos gracias a este gobierno. De regresar a Venezuela algún día (porque mis padres no viven en ningún lugar tan bien como aquí) meteré a mis hijos en este colegio y rogaré porque no llegue un día un tipo resentido como tú a hablarles de Bakunin”.

Al salir, cerró la puerta con delicadeza, como para darme algo de sosiego en mis cavilaciones. En realidad sentí que, no sólo mi “suplencia” había culminado, sino toda mi carrera docente. De repente me sentí bakuniano de veras, y quise “ordenar” el cataclismo de desear hacer desaparecer instituciones, órdenes, poderes, congregaciones, estructuras. Había recibido la lección más implacable de toda mi vida, por culpa de Bakunin, y de parte de un muchacho sifrino de dieciocho años que sólo había tratado de hacer algo por mí: erradicar en mí el idealismo de querer educar en consonancia con los valores. Pensé en Guillermo y en el pretexto que inventaría para no tener que volver nunca más a ese lugar. Pero había ocurrido algo maravilloso. Esa misma noche, Guillermo me telefoneaba desde Bogotá para decirme que el colegio prefería que yo no fuese más. En tono amable, me preguntó si había “herido susceptibilidades”. Le dije que era imposible no hacerlo. Se rió. Le pregunté por Guillermito. Me dijo que estaba muy bien, era sano y saludable y se parecía a la madre, afortunadamente. Antes de terminar la conversación, me dijo riéndose: “coño, Bakunin, sólo a ti se te ocurre”.

 

Por Juan Pablo Gómez Cova

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